El jueves pasado tuve que ir a San Francisco al consulado español para registrarnos como residentes y, de paso, poder votar por correo en las próximas elecciones. Y nunca deja de fascinarme esta ciudad. La vista de los rascacielos a medida que te vas acercando a ella y la bahía, con el mar intranquilo, gris y Alcatraz de fondo, es deslumbrante y siempre me pone contenta. Aún con lluvia, frío y mal tiempo.Llovía a cántaros y la gente con sus paraguas saltaba de un lado a otro esquivando charcos o intentando cruzar el semáforo antes de que se ponga en rojo y así no tener que esperar dos o tres minutos bajo la lluvia. Algunos peatones corrían hacia un tranvía y se montaban en él dando un saltito de alivio, contentos de haber esquivado algunas gotas. Y en las calles, esas empinadas calles, el agua corría hacia abajo con la misma prisa que la gente.
Coincidió que también había un poco de niebla que envolvía la ciudad como si la estuviera abrazando, como si fueran uña y carne. Es que, en realidad, son más las veces que hemos visto el Golden Gate o el Fisherman's Wharf con niebla y lluvia que sin ella, aunque en todas las fotos o películas aparezcan radiantes por el sol.
Nos mojamos, Diego y yo, pero no nos importó porque encontramos aparcamiento pronto, resolvimos lo que teníamos que hacer gracias a una funcionaria agradable y eficiente, para variar, y nos dio tiempo de meternos corriendo en una cafetería de dueños orientales y pedir un té. "Uvia", decía Diego todo el tiempo y yo sonreía porque estaba en una ciudad tan impresionante que hasta la lluvia le queda bien.



