Es curioso cómo funciona la nostalgia. El desencadenante es algún recuerdo lejano, un olor o una melodía especial que no terminas de adivinar y, acto seguido, te da un vuelco el corazón. Y, entonces, sin saber por qué, buscas más por todas partes. Como un drogadicto o un gato en celo, vagas por la casa o la ciudad buscando algo que te traslade al momento que has recordado o el lugar donde quisieras estar.
Eso me pasó hoy y no recuerdo exactamente qué fue lo que me dio nostalgia de estar en España, en Canarias (en Tenerife o Las Palmas, me daba igual). Quizás fue una conversación que tuve hoy (vía webcam) con una vecina acerca del turrón o un email que escribí ayer en el que nombraba la radio española y cómo me gusta escucharla por Internet por las noches, cuando comienzan en España los programas de la mañana. El caso es que, de repente, sentí unas ganas inmensas de estar en casa. Con mi familia, amigos y mis lugares reconocibles.
¿Qué hacer? ¿Qué hacer para calmar la sed de casa? Pues me vino a la mente una cosa que hice una vez cuando estuvimos viviendo aquí la primera vez. Me fui a Ikea con los niños. Nada más entrar en el aparcamiento respiré alivada; creo que el color de las letras de su logotipo me calmaron enseguida. Y fue instantáneo, al subir las escaleras mecánicas ya me sentí como en casa. Reconocí su diseño, los colores, el olor a estanterías Billy... Todo Ikea y todos sus nombres suecos, las lámparas y los vasos tirados de precio me trasladaron enseguida a Tenerife.
Así que gracias, Ikea. Gracias por ser exactamente igual aquí como en Pekín como en Santa Cruz de Tenerife o Las Palmas de Gran Canaria. Gracias, Ikea por tener perritos calientes que huelen igual en todas partes y por tener telas, sofás, cuadros y cojines que me recuerdan a mi casa y a casa de mi familia y amigos. Y gracias, sobre todo, por llevarme, por unas horas, a un lugar reconocible.