![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEjfthfDkkUeYFrjTs4m6_sP80RZSThU4sM9EqnUj7ylbcS4bpBlFs_TK-lx-9IZsdDxPdlIh3djkl4bybMxGpfKkWnbRBA4tqa68DmD1IIPf10fQZDb3_4yJ5nSEo9uP3byJGu-/s400/Stalker.jpg)
Tengo un vecino que se llama Jim. Vive tres casas más abajo que nosotros y es un tipo de mediana edad, con el pelo canoso pero barba teñida de marrón oscuro. Siempre va vestido de negro y fuma como un carretero (light, eso sí). Lo conocí porque se me presentó un día en el que yo llevaba a Pedro al cole y me contó que antes vivía en Seattle pero ahora, como está separado (¡dos veces!), ha regresado para vivir con su padre. Trabaja, a tiempo partido, en el 7-Eleven, una tienda seudo veinticuatro horas, y por las mañanas lava su coche con un cigarro en la mano o le saca brillo al asta de la bandera americana que tiene en la valla de su jardín.
Poco después de fin de año, tocaron a la puerta de mi casa y era él. Me comentó que no había tenido oportunidad de felicitarme la Navidad. Yo, para ser igual de amable, le pregunté acerca de su nochevieja, si lo había pasado bien y todas esas cosas que se preguntan por compromiso. Me contó que había presenciado una pelea/acuchillamiento/homicidio en la puerta trasera de un bar de copas en el que estaba y que eso le había aguado un poco la noche. Y así acabó la conversación, con agradecimientos y promesas de charlar otro día. Hace dos semanas, me comentó que el periódico que nos reparten todos los días se me moja con la lluvia y que, cuando pasa por mi casa por las mañanas (está intentando hacer ejercicio y camina por el barrio), me lo lleva hasta los escalones de la entrada. Y sé que es cierto porque, aparte de que veo el periódico en mi puerta, el otro día lo vi hacerlo y alejarse de casa mientras yo, en pijama a las 7,13 de la mañana, me sentaba con mi café delante del portátil a leer mi correo.
Bueno, hasta ahora se podría pensar que Jim es amable, un buen vecino. Está solo y sólo quiere hacer nuevos amigos. Pero es que el otro día yo estaba casi afónica´y me crucé con Jim de nuevo. Me oyó hablar (o no) y me dijo que lo sentía mucho, que me mejorara. Y a eso de las dos de la tarde, tocaron en mi puerta. Era Jim, con dos paquetes de caramelos Ricola y una bote de vitaminas. Esta vez estaba yo sola en casa, con Diego durmiendo y me entró, debo admitirlo, un pequeño escalofrío por la espalda.
Y es que Hollywood tiene la culpa de que yo piense que Jim no es simplemente un tío amable sino un psicópata asesino en serie que me quiere secuestrar para torturarme y luego descuartizarme en el sotano de su casa. Tras unas semanas de sufrimiento, en las que habré adelagazado veinte kilos (la única parte feliz de mi película) y tras consultar con Hannibal Lecter, vendrá el FBI a rescatarme, detendrán a Jim y le leerán sus derechos antes de meterlo, empujándole la cabeza y esposado, en el coche de policía.
Así que, ahora, cada vez que me cruzo a Jim de camino al cole, pienso que es injusto que Hollywood me haya hecho cogerle manía y, quizás un poco de respeto, al pobre hombre que me trae medicinas y el periódico.
¿Quízás podría demandar a Hollywood? Habría un gran juicio y yo testificaría y mi abogado sería guapísimo y...